Hay emociones con las que nos sentimos incómodas; la ira es una de ellas. El enfado sólo es una emoción negativa cuando aflora de manera desproporcionada, a destiempo, y/ o cuando la dirigimos hacia una persona inocente, (en especial niños y niñas) o incluso contra nosotras mismas por no perjudicar a otros/as: autoagresiones verbales, culpabilidad, metaculpa…
El enfado, bien canalizado y en su justo momento, nos llena de energía cuando se comete una injusticia, o para poner límites si alguien nos invade.

Recuerdo un caso que supuso un antes y un después en mi vida profesional y personal. En un taller creativo, con un grupo consolidado cuyo núcleo llevaba ya un proceso de varios años, donde todo fluía. Un día, de repente, M. se puso a gritarme: «¡Nunca me haces caso, pasas de mí!» Sorprendida, dejé lo que estaba haciendo y me senté a su lado a escucharle, a recibir lo que quería decirme. Mientras me echaba la bronca, me di cuenta de que M. tenía razón en lo que decía: al ser un niño de temperamento tranquilo y que se adaptaba tan bien, yo había estado dando por hecho que «estaría bien», atendiendo a otros niños y niñas que demandaban más mi atención en el día a día. Cuando terminó, le pedí disculpas y reconocí que lo que había dicho era verdad, y que tenía todo el derecho a enfadarse. Se puso a llorar desconsoladamente. Le pedí permiso para abrazarlo y estuvimos así un tiempo.
Poco a poco, sus compañeros, sus compañeras, le estuvieron consolando, cada uno/a a su manera: le escribieron notas de cariño, expresando lo importante que era M. para ellos y ellas; las mayores me dijeron que estuviera con M. todo el tiempo que necesitara (que fue casi toda la hora). Cuando la clase estaba por terminar, M. dijo que con su tutor le pasaba lo mismo, que nunca le hacía caso y pasaba de él, que nadie le hacía caso nunca. Entendí entonces el tamaño de su disgusto y sentí un gran alivio de que hubiera podido expresarlo. A la salida de la actividad pude hablar con su madre para que pudieran resolver el sufrimiento de M. en clase.
A veces las docentes, los docentes, y las familias atendemos a quien «más guerra da» y olvidamos a los formales, a las que tienen buen comportamiento. Revisarnos de vez en cuando y dedicarles tiempo sin que se vean en la necesidad de reclamarlo, ayuda en su desarrollo.
¿Por qué M. habló en mi taller? Porque tenía permiso para hacerlo, porque se sentía lo suficientemente querido y valorado como para ello. Porque cuando otro compañero, otra compañera, estaban enfadados/as, tristes o como fuera que llegaran, habían sido recibidos con una respuesta amorosa.
Porque, enfadado, chillando y llorando a gritos, también era amado y respetado.
M. consiguió, además, hacerse más visible para en el resto del curso (y en su clase con su tutor). El grupo le preguntaba más a menudo más cosas de cómo iban sus creaciones, de qué estaba haciendo, y yo también. Gracias a su reacción tuve la oportunidad de rectificar mi error, de estar más presente en mis talleres. «Cuando necesites enfadarte, enfádate«.
Para saber sostener de manera sana el enfado de nuestros hijos e hijas, primero podemos mirar en nuestro interior y ver cómo llevamos que nos contradigan, no salirnos con la nuestra, qué sucede en nuestro interior cuando alguien toca uno de nuestros puntos flacos, cuando nuestros hijos, nuestras hijas, hacen algo diferente de lo que teníamos en expectativa. ¿Esa norma es útil? ¿Cambiaría algo importante si no la cumple? ¿Se pone en riesgo su seguridad?
Si tomamos a nuestros hijos, a nuestras hijas, como seres humanos completos, podemos ver en un espejo nuestras carencias afectivas, así como las zonas en las que podemos comportarnos con generosidad, porque la tenemos trabajada y resuelta. En cierto modo, su infancia recupera la nuestra y todo lo que vivimos.
Mi hijo grita, mi hija se ha enfadado. Antes de nada, pararnos y escucharles. Impedir que dañen a alguien, incluídos/as ellos/as mismos/as: evitar que te peguen, agredan a otro/a o se golpeen a sí mismos/as de algún modo. Tratar de que desfoguen esa energía de manera constructiva. Yo suelo tener revistas de publicidad o periódicos viejos para estos casos, y les doy permiso de romper y de tirar lo que quieran, a condición de que lo recojamos juntos/as cuando ya estén calmados/as.
«¿Qué te ha pasado?», «Enfádate lo que necesites, y cuando puedas me cuentas qué ha pasado». Y escucharles lo que cuenten. Tal vez como personas adultas pensemos que no es para tanto, pero para ellos/as es un mundo, tanto como para encenderlos de este modo.
Si nos ponemos a la defensiva y tomamos como un ataque algo que no lo es, o que no tiene el grado de importancia que podemos darle en un momento determinado. Cuanto más serenas y en paz con nosotras mismas estemos, mejor podremos poner el enfado de nuestra hija, de nuestro hijo, en su justa medida. Un incendio se extiende muy fácilmente y las consecuencias pueden ser devastadoras a nivel emocional. Poner cortafuegos (primero en nuestro interior), conseguir pararnos antes de gritar también nosotras, es un primer paso para un cambio de calado.
Siempre que hablo del enfado me viene a la cabeza el caso de una niña, C. Llevaba un tiempo en que yo notaba que me evitaba, que me contestaba con brusquedad, que no atendía a lo que decía, que siempre hacía lo contrario de mis indicaciones. Un día lo vi tan claro que le pregunté si había hecho algo mal, para poder pedirla disculpas y arreglarlo, porque no sabía qué podía haber sido y sentía que ella estaba enfadada conmigo. Me miró a los ojos y contestó: «No, no, nada. Es que estoy enfadada y contigo puedo enfadarme«.
Espero que os sea de utilidad, un abrazo.
Talleres Creatividad y educación emocional
Sormena eta emozionaleko hezkuntza tailerrak
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